Al final todos se van

Al final todos se van

Tenía una gran expectativa acerca de lo que vería. Tétricas imágenes del presente conjugadas con recuerdos de la infancia: un sitio inefable. En mi adolescencia, dicho lugar era nombrado al menos cinco veces en las amenazas que conjuraban mis padres si no enderezaba el camino. Mis abuelos solían decir que ese era el territorio destinado para la gente malvada, que no merecía ser nombrado.

En la franciscana ciudad de Quito, el ex penal García Moreno funge o fungía como purgatorio. Como ánimas en pena, 1618 privados de la libertad vegetaban en el Centro de Rehabilitación Social de Varones, Quito Nº 1 y 2. Un lugar como ese, en pleno centro de la "Carita de Dios", se concibe como un infierno terrenal, donde no existe una bella Beatriz que sosiegue el alma y Virgilio opta por pasar desapercibido.

El barrio de San Roque decidió hospedar a este ilustre pero indeseable huésped. En la sima de la loma "El Placer" encontró su habitáculo. Una larga muralla de piedra con verjas de hierro es el límite que separa a los habitantes de la urbe con aquellos destinados a purificarse dentro del panóptico. Su fachada es semejante a un castillo medieval: dos torres de vigilia protegen la puerta que da acceso al Hades. Es evidente que el tiempo ha hecho de las suyas en aquella fortificación: paredes agrietadas que sirven de morada para las arañas, el moho se toma los muros formando extensas lágrimas y alguna vez el frontispicio tuvo color, ahora solo se distingue un pálido amarillo mezclado con el negro del smog de los automotores que circulan por el sector.

Una sola idea rondaba mi cabeza: "Abandona la esperanza si entras aquí". Mientras me acercaba a la puerta blanca de hierro forjado me sentí despojado de toda libertad. La luz del sol se extinguía progresivamente. El largo corredor de acceso se viste de un claro oscuro tenebroso. A diez pasos de la entrada, una inscripción escrita de arriba hacia abajo en la pared, llama la atención: CRS# 2. Junto a esta inscripción, una puerta de barrotes daba la bienvenida. Cuando me disponía a ingresar, una voz a mi espalda me advertía:

En este lugar no pueden ingresar, continúen con su recorrido por favor.

A pesar de que el ex penal se encontraba desocupado, había sectores que estaban vetados. Se mantenía la restricción de libre circulación como si sus habituales habitantes todavía se encontraran presentes. Aunque fueron trasladados al nuevo Centro Regional de Rehabilitación Social de Latacunga, su presencia se siente en cada paso, no alcanzaron a despedirse como es debido.

La orden de movilización sorprendió a todos. Nadie sabía que sucedía en aquella madrugada del 30 abril de 2014. Los buses de la Policía Nacional llegaban uno tras otro. Un fuerte contingente policial circulaba por los pasillos oscuros y malolientes.

Salgan con lo que tienen puesto, dejen el resto de sus pertenencias, fue la orden que dieron los agentes cuando ingresaron al centro penitenciario.

Algunos dormían plácidamente, en la medida de lo posible. Otros simplemente pensaban, añoraban aquellos días pasados de libertad. Los 16 guardias penitenciarios no salían del asombro: ¿Qué está sucediendo? El traslado era inminente.

Afuera del centro de rehabilitación la situación era diferente. Algunas personas permanecían a la intemperie, todos ellos familiares de los internos. La incertidumbre de saber en qué momento sus hijos, padres, hermanos, o esposos serian trasladados los mantenía en vigilia permanente.

El ciclo de vida del ex penal había llegado a su fin. Después de 135 años de funcionamiento, el centro de detención que había sido considerado en su tiempo el más innovador y moderno, daba un paso al costado: la modernización de la justicia está en marcha.

¿Agregar el prefijo ex a penal o usar el nombre rimbombante de Centro de Rehabilitación Social, despoja a esa construcción de todas las atrocidades que se vivieron en su interior? ¿Cuándo fueron sustraídos los habitantes del viejo panóptico también se fue con ellos la esperanza de una rehabilitación?

Cuando Jeremy Bentham ideó el panóptico, lo pensó como un lugar donde la vigilancia invisible coadyuvaría a la rehabilitación de los reclusos. Lo mismo pensó el Presidente Gabriel García Moreno cuando ordenó la construcción del penal: aunque no vería su obra terminada porque nadie preveía que en 1875, un Rayo cegaría su vida. Cuatro años después el Penal García Moreno recibía a sus primeros 60 habitantes.

Ideado como un lugar de redención, con el pasar de los años se convertiría en un mundo paralelo dentro del mundo real. Un universo dividido en 5 realidades diferentes. En todas ellas era posible encontrar a un señor feudal, más conocido como "caporal". Este individuo poseía facultades casi divinas: dictaminaba quien vivía y quien no, el que podía dormir y el que debía prestar "servicios especiales", el que podía disfrutar de una holgada comodidad y el que debía compartir su incomodidad con 14 reclusos más.

En sus días de esplendor, el ex penal era un paraíso o un infierno, todo dependía de la capacidad económica del recluso. Dime cuánto dinero llevas y te diré que anillo del infierno te corresponde. Las castas prevalecían al interior del centro: si se contaba con los recursos suficientes, la celda de 7,6 metros cuadrados se transformaba en un pequeño palacete. Pero, si se pertenecía a los estratos bajos, la muerte era la alternativa más piadosa.

En sus pasillos se percibe la mezcla de sudor, tabaco y de sexo autoinfligido. Paredes grises untadas de sollozos y lamentos. Camastros de cemento empapelados de desnudez anhelada y prohibida. Alambres abandonados que alguna vez dotaron de televisión por cable a los internos.

Las personas se van, los recuerdos quedan. Se puede cambiar de nombre a una estructura pero no se le despoja del sufrimiento de cientos de almas.

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