Divagaciones de comienzo de década

Divagaciones de comienzo de década

Los escritores tienen el capricho (la necesidad)  de escribir sobre el pasado; los autores somos melancólicos por naturaleza.

A pesar de lo anterior, este artículo no trata sobre pasados brillantes, o sobre rincones perdidos ni cascos históricos o tiempos de más libertad, sino sobre los vientos que se avecinan, sobre la década que recién comienza, la que a todas luces será una década extraña, una de cambios decisivos.

Aunque sepamos muy poco de lo que se aproxima (algunas cosas pueden inferirse), si uno se toma el tiempo de arrimarse a las alturas y vislumbrar las sombras y luces a la distancia, el horizonte dibuja cierto punto de encuentro. Pero nada es certero. Para los efectos de ver con claridad, se hace necesario esbozar algunas palabras. Este texto cumple con estos fines.

Más allá de las apariencias, de los mensajes cifrados, el Blockchain, columnas de opinión, reportes, telediarios, streamings y conversaciones de café,  me aferro a lo que observo, a lo sensible, para hablar, aunque sea con letras tímidas, de tales inferencias.

Estoy sentado en una banca de un  parque de la Capital, desde donde observo el río y los árboles que se abren frente a mis ojos. Espero nada, al mismo tiempo que todo, y de todas formas me conformo con una línea media que divide lo pasado del porvenir. Hoy he decidido no fumar, tampoco caminar en direcciones conocidas, ni expresar nada por fuera de la palabra.

Comienza esta extraña década aquí en Santiago y en muchas otras ciudades alrededor del globo. En ciudades abiertas a los elementos, nunca cerradas ni detenidas en el tiempo, la década ingresa con violencia, golpeando muros y cielorrasos y resquebrajando el paisaje.

Hay asentamientos que ingresan a la década impulsados por una corriente misteriosa que los arroja hacia un abismo desconocido. Otras ciudades, en cambio, continúan como si nada, como si el tiempo no pasara por ellas, como si el deambular de la gente y el paso de los días no fueran más que una anécdota diaria. Y cojones que sí lo son.

Santiago es una de estas ciudades, una ciudad que cambia casi nada en el espíritu, más no en la forma, y esto define su perfil.

¿Cómo comenzar la que quizá sea la década más extraña de nuestras vidas con las manos en los bolsillos en una ciudad como la que describo, una que no cambia su ánima ni su expresión externa? ¿Cómo forzar la sonrisa, extender la mano y deshacerse de viejas sombras si la altura de los monolitos y la escala de los rascacielos son similares?

En Santiago las sonrisas no asoman por sitio alguno, ni ahora ni antes. Las miradas tienden a desviarse, a no concretar nada, a observar siempre una situación distante y nunca lo concreto.

En una ciudad como ésta no queda más que observar el césped como se observa un fenómeno astrológico, con la paciencia y la esperanza de que algo brote de aquello. Asimismo, la tierra y las construcciones son exactamente las mismas y lo serán en los años por venir.

Y así como esta ciudad, muchos otros pueblos y comunidades intentan comenzar una nueva vida al ritmo de nuevas canciones, nuevos rostros y nuevas promesas, aunque en muchos casos la razón de dicha celebración sea superficial,  y más que superficial, desconocida. Se otorgan abrazos, besos y caricias, pero no se ofrecen compromisos, ni con uno mismo.

Pese a lo anterior, las ciudades siguen donde mismo, independiente de su naturaleza, con la misma configuración, las mismas alturas y las mismas depresiones. Puede que cambie uno que otro detalle, que afloren mensajes encriptados, pero el plano es similar.

La memoria es frágil. De igual forma el carácter.

Y las nuevas promesas se diluyen con el paso de las horas, con el cansancio y al tuntún de las horas muertas, y nada es muy diferente a lo sucedido en las horas previas. Las anteriores sonrisas son similares. Los anteriores rencores permanecen y las esperanzas se quiebran, al igual que las renovadas energías.

Nada es completamente nuevo. De alguna forma todo ya habita en nuestros recuerdos, en forma de memoria colectiva.

Y si todo sigue igual que antes, ¿qué celebrar? ¿Por qué marcar el tiempo con grafos y asistir a una mala simulación? ¿Por qué celebrar una década que se abalanza como una sombra dantesca? ¿Por qué celebrar una década que celebrará el encierro, la falta de libertad y el apego infinito a la muerte?

Aunque uno no lo sepa, lo que cambia es el horizonte, y junto con éste, uno y desde ahí el entorno. Y el horizonte se acelera y la década cambia a pasos de gigante, a pesar de hallarse apenas en el umbral de sus aposentos.

Qué lástima que el horizonte siempre se halle a un horizonte de distancia.

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