Siempre procuro estar lo más cómodo posible. De este modo, puedo enfrentar los sinsabores de la vida con menos amargura de la que parecerían merecer. Y cuando digo "cómodo", me refiero a lo tangible: el entorno físico es mucho más manejable que el emocional. Por eso, mantengo una luz encendida incluso si hay sol cuando percibo que el ambiente está un poco oscuro, o me abrigo bien al mínimo descenso de la temperatura. Ante el misterio que supone el bienestar anímico, mejorar las condiciones físicas de nuestra existencia es un esfuerzo que siempre vale la pena.

Hace un par de años sufrí un colapso nervioso, justo por estas fechas. Había pasado la noche trabajando, como solía hacer una o dos veces por semana. Cuando se acercaba la hora de tomar una ducha (alrededor de las cuatro de la mañana), me di cuenta de que no era capaz de hacerlo. En las horas previas ya había notado una dificultad inusual para avanzar en mis tareas. No era solo el agotamiento físico, acumulado durante meses por dormir apenas cuatro horas diarias, desvelarme regularmente, viajar cuatro horas diarias para ir y volver del liceo, y trabajar incluso los fines de semana. Era una incapacidad más profunda, casi espiritual, para ejecutar cualquier cosa. Identifiqué el problema y concerté una cita con un psiquiatra para ese mismo día. Por la mañana, avisé a mi jefa que no iría a trabajar.

Tomé una licencia de tres meses. El primer psiquiatra me recetó antidepresivos y, después de veinte días, consideró que estaba listo para volver al trabajo. Pero los síntomas persistían, incluso se agravaron con la medicación. Busqué una segunda opinión. La nueva psiquiatra no solo ajustó el tratamiento farmacológico, sino que también exploró las causas psicosociales de mi estado. Su enfoque más flexible me permitió suspender los medicamentos, y la indagación en las raíces de mi situación me ayudó a sentirme mejor. Aun así, la depresión continuó por semanas.

Regresé al liceo solo para concluir el año escolar, pero antes de un mes me informaron que mi contrato no sería renovado. Este tiempo libre, aunque forzado, me permitió atender mi salud. Decidí visitar a un otorrinolaringólogo para resolver mis problemas de ronquidos. Este especialista descartó que una intervención quirúrgica solucionara mi caso, pero me recomendó una polisomnografía. El resultado fue claro: un índice de apnea de 34 eventos por hora. Por fin entendí la raíz de mi fatiga crónica y mi depresión. Es cierto que llevaba un ritmo de trabajo extenuante, pero esa no era la causa principal.

Me sorprendió y decepcionó que los psiquiatras no consideraran estudios médicos básicos, como un análisis de sangre. Si lo hubieran hecho, tal vez habría encontrado una solución mucho antes y conservado mi trabajo. La confianza excesiva en mi testimonio verbal, sin un respaldo clínico, me resultó cuestionable. También considero desproporcionada la importancia que mi segunda psiquiatra otorgó al componente psicosocial. Aunque no niego su relevancia, en mi caso el problema físico era predominante.

El CPAP prescrito por una neuróloga redujo mi índice de apneas a cinco o menos por hora. Sin embargo, en los últimos meses volví a experimentar síntomas similares a los de hace dos años: fatiga persistente, exceso de sueño y una desconexión entre pensamiento y acción. Inicialmente atribuí estos síntomas al estrés emocional de situaciones adversas recientes, pero decidí revisar el índice de apneas como precaución. Para mi sorpresa, había aumentado a entre quince y veinte apneas por hora, superando con creces el límite indicado por la neuróloga.

Nuevamente, la causa principal era física. Esto no minimiza el impacto de lo psicosocial, pero es evidente que mi capacidad para afrontar esas dificultades mejora si mi cuerpo está sano. Aumenté la potencia del CPAP y estoy gestionando la posibilidad de una cirugía de amígdalas. Aunque sé que no resolverá por completo el problema, permitirá usar una presión de aire más baja y aliviará el esfuerzo de la máquina.

Vivir con fatiga crónica y depresión es devastador. Pasar días enteros en cama o levantarse sin poder ser productivo es profundamente frustrante. En mi caso, estas condiciones están directamente relacionadas con un índice de apnea elevado. Aprecio que los psiquiatras se enfoquen en mejorar mi ánimo o en analizar el contexto psicosocial, pero lo que realmente necesito es algo más simple y fundamental: dormir bien.

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