Hungría, el laboratorio del autoritarismo europeo: LGBTQ+, ciudadanía y libertad bajo asedio
El gobierno de Viktor Orbán refuerza su cruzada contra los derechos civiles con una enmienda constitucional que ataca a las comunidades LGBTQ+ y otorga herramientas preocupantes para redefinir la ciudadanía
Orbán y su vía iliberal: La amenaza hecha realidad
Desde hace más de una década, Hungría ha venido transformándose silenciosamente en el experimento más avanzado del autoritarismo moderno dentro de las fronteras de la Unión Europea. Viktor Orbán, primer ministro desde 2010, lleva tiempo moldeando el sistema político y constitucional húngaro a su antojo. Esta vez, su fórmula “iliberal” avanza con una nueva enmienda constitucional que ha hecho sonar las alarmas entre activistas por los derechos humanos, académicos y políticos a nivel continental.
La enmienda, respaldada por el partido gobernante Fidesz con su cómoda mayoría de dos tercios en el Parlamento, contiene una amalgama de disposiciones que, de entrada, prohibirán de manera efectiva el desfile del Orgullo en Budapest —uno de los eventos LGBTQ+ más populares del país europeizado—. Además, redefine el concepto constitucional de género y da poder al Estado para suspender la ciudadanía húngara a quienes, según su criterio, constituyan una amenaza para la soberanía nacional.
¿Hasta qué punto puede ir un gobierno dentro de la UE en la restricción de derechos sin que Bruselas actúe? La respuesta corta: demasiado lejos.
Un ataque sistemático a la comunidad LGBTQ+
Uno de los pilares de esta reforma constitucional es la concepción binaria y esencialista del sexo biológico como única forma válida de identidad. Pasa de ser un debate sociocultural a una cláusula constitucional: “El sexo de una persona al nacer es una característica biológica, y puede ser masculino o femenino”. Lo que parece una afirmación científica neutral se convierte, en manos del gobierno de Orbán, en una herramienta legal para borrar identidades trans e intersexuales.
Se trata de un paso más tras una serie de leyes que ya habían eliminado la posibilidad de cambio de género legal y prohibido la adopción por parte de parejas del mismo sexo. Y ahora, con esta enmienda, el Estado otorga base legal para negar visibilidad y derechos a una comunidad que ya sufre discriminación estructural.
Pero no sólo eso: se prohíben también los eventos públicos LGBTQ+ si supuestamente violan la ley de “protección infantil”, una norma que prohíbe la “representación o promoción” de la homosexualidad ante menores. Esta disposición, muy al estilo de la llamada “ley de propaganda gay” de Rusia introducida en 2013, permite incluso multar con hasta 200.000 forintos húngaros (unos 546 dólares) a los infractores.
Esta criminalización indirecta del Orgullo y de otras manifestaciones públicas hace que muchos vean este paquete legal como una peligrosa deriva hacia un modelo de “neoconservadurismo autoritario” financiado con votos, retórica ultranacionalista y el tradicionalismo católico como bandera.
La seguridad infantil como escudo para la represión
El argumento: proteger a los niños. La realidad: censurar y criminalizar conductas e identidades que no encajan en la moral oficial. La nueva norma establece que el “derecho de los niños al desarrollo moral, físico y espiritual” está por encima de cualquier otro derecho, salvo el derecho a la vida. ¿Y cuáles derechos cede? Nada menos que el de libertad de expresión, el de reunión pacífica y el de identidad.
De este modo, se reconfigura el sistema de derechos fundamentales del Estado húngaro sobre una base extremadamente paternalista, en la que ciertos colectivos se ven automáticamente excluidos del espacio público.
El Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU ha estimado que hasta un 1.7% de la población mundial nace con rasgos intersexuales. Sin embargo, Hungría ha optado por ignorar realidades como esta y declarar nula su existencia desde la Constitución.
Ciudadanía condicional: un retroceso totalitario
Un elemento particularmente alarmante de esta reforma es el que permite suspender la ciudadanía de personas que mantengan una doble nacionalidad (fuera de la UE o el Área Económica Europea) si son consideradas una “amenaza” a la soberanía de Hungría. Con una duración de hasta 10 años, esta medida —en manos de un gobierno que ya ha tratado de reprimir medios, ONGs y asociaciones cívicas que reciben fondos internacionales— abre la puerta a un tipo de exclusión sin precedentes en el derecho moderno europeo.
En palabras utilizadas por Orbán: se trata de erradicar “el ejército en la sombra” de jueces, periodistas y activistas financiados desde el extranjero que, supuestamente, buscan socavar la estabilidad del Estado.
El lenguaje recuerda demasiado al de regímenes del siglo XX. Y como advirtió recientemente la Hungarian Helsinki Committee, esto no es más que una escalada en la ofensiva sistemática contra los derechos fundamentales.
Resistencia y protestas: las calles no se rinden
A medida que se acercaba la votación parlamentaria, el país fue testigo de multitudinarias protestas, cortes de puentes y bloqueos organizados por ciudadanos, sobre todo jóvenes, que se niegan a aceptar este nuevo régimen de segregación legal y moral.
El partido opositor Momentum anunció un intento de boicot legislativo mediante el bloqueo simbólico del Parlamento, declaración que se difundió rápidamente en redes sociales. “Debemos impedir que nos arrastren por el camino de Putin y nos roben la libertad”, escribieron.
Organizaciones como Amnesty International, la Hungarian Civil Liberties Union y Háttér Society han solicitado a la Comisión Europea que active procedimientos por violaciones al derecho comunitario. Y no es la primera vez. Desde 2020, la Corte Europea de Justicia ha dictado sentencias contra Hungría por incumplimientos del estado de derecho, particularmente en materia de derechos civiles.
¿Y Bruselas? El silencio incómodo
Hasta ahora, la Unión Europea ha sido acusada de tibieza frente al caso húngaro. Orbán actúa con la tranquilidad que le concede su propio electorado, una economía estable y una narrativa que vincula los valores occidentales progresistas con una supuesta “decadencia moral”.
En el marco de una Europa que lidia con fuerzas populistas emergentes en Italia, Francia, Países Bajos y Alemania, solo Polonia ha vivido una reversión parcial de esas políticas tras un cambio electoral en 2023. ¿Pero Hungría?
“Es fascismo, no protección infantil”, respondieron los organizadores del Orgullo de Budapest ante lo que consideran una demolición que se produce con trajes y corbatas dentro del Parlamento.
Una prueba para la democracia europea
Hungría no es solo un problema local. Es la grieta más profunda que ha sufrido la arquitectura institucional de la UE desde la crisis migratoria de 2015. Su deriva autoritaria se ha convertido en el modelo de referencia para otros líderes como Giorgia Meloni o Marine Le Pen, que observan cómo estos experimentos tienen réditos electorales si se venden como defensa de la nación, la infancia o la identidad cristiana.
La pregunta no es si Orbán cruzó una línea, sino si existe una línea en absoluto. Y si no hay respuestas eficaces de Bruselas, otras capitales europeas podrían copiar el modelo.
Hoy es Budapest y sus minorías LGBTQ+; mañana podría ser Ámsterdam, Berlín o Varsovia. La historia ya ha vivido lo suficiente para saber que las democracias no caen de un día para otro. Se desgastan, se amoldan, se silencian —empezando siempre por los más vulnerables.