Feijoamanía: El fruto sudamericano que conquistó el corazón de Nueva Zelanda

Desde los jardines suburbanos hasta los mercados locales, la pasión kiwi por la feijoa combina historia, nostalgia e identidad nacional

La feijoa, también conocida como guayaba serrana o guayaba del Brasil, es un fruto originario de Sudamérica que ha encontrado su hogar adoptivo —y su más ferviente fanaticada— en Nueva Zelanda. Esta sorprendente historia de migración frutal se ha transformado en un fenómeno social y cultural anual, que, aunque dura solo unas semanas, une a los neozelandeses como pocas cosas lo hacen.

Una fruta extranjera convertida en ícono nacional

Originaria de los altiplanos del sur de Brasil, el norte de Argentina y Uruguay, la feijoa (Acca sellowiana) llegó a Nueva Zelanda hace poco más de un siglo. Aunque el kiwi le ha dado renombre internacional al país oceánico, es la feijoa la que genera verdaderas pasiones dentro de sus fronteras.

La llegada exacta del fruto es motivo de especulación. Se cree que hizo su camino hasta Nueva Zelanda a través de California o Australia. Su éxito en tierras neozelandesas no es una coincidencia: el fruto “crece extremadamente bien” gracias al tipo de suelo, el clima subtropical y la baja presencia de especies de insectos destructivos, según los cultivadores locales.

Un fenómeno de patio trasero

Lo que hace especial a la feijoa en Nueva Zelanda no es solo su sabor —polarizante, como veremos más adelante— sino cómo se consigue: gratis. Desde abril, durante su breve temporada de cosecha, árboles en jardines suburbanos colman los suelos con frutos caídos. Esto ha generado una cultura particular de intercambio comunitario.

Es común ver cajas en las veredas con letreros que dicen: “Feijoas gratis”. También circulan bolsas entre amigos, compañeros de oficina o incluso desconocidos en redes sociales de barrio.

“Es casi un acto de resistencia al comercio. Nos parece raro comprarlas en el supermercado”, comenta Kate Evans, autora de Feijoa: A Story of Obsession and Belonging.

Un claro ejemplo lo da Diana Ward-Pickering, residente de Wellington, quien ha regalado “miles de feijoas” de sus cinco árboles. Las ofrece a quienes pasen por su casa, colegas de trabajo, vecinos, e incluso a la esteticista de su hija.

Amor u odio: no hay punto medio

Pese a su popularidad, las opiniones sobre la feijoa no son unánimes. Para muchos, su sabor inconfundible —una mezcla entre piña, guayaba y frescura cítrica— es una delicia nostálgica. Pero para otros, su textura granulosa y aroma fuerte la hacen prácticamente incomible.

“Es como comer mocos”, opinó Lizzy, hija de Ward-Pickering, tras probar una rebanada. “Mi opinión no ha cambiado.”

Y sin embargo, para quienes han emigrado de Nueva Zelanda, la feijoa se convierte en símbolo de la infancia kiwi. En grupos de expatriados en Australia o Reino Unido, es común que surjan búsquedas desesperadas con la misma pregunta: “¿Dónde puedo encontrar feijoas?”

Evans confesó haber pagado 3 dólares australianos (unos USD 1.90) por una sola feijoa en un mercado en Sídney. “Era una necesidad emocional”, dice.

Un deseo difícil de exportar

A diferencia de las manzanas o los kiwis, que Nueva Zelanda ha exportado con éxito, la feijoa ha sido imposible de convertir en una marca global. ¿La razón principal? Su vida útil es extremadamente corta. Apenas aguanta bien una o dos semanas conservada en refrigeración.

Brent Fuller, portavoz de la New Zealand Feijoa Growers Association, explica: “Exportarla es muy complicado. Se deterioran muy rápido. Solo aguantan un poco más si se enfrían inmediatamente tras la cosecha.”

A pesar de ello, existen cerca de 100 productores comerciales que abastecen el mercado interno, incluyendo productos emergentes como sidra de feijoa, jugos, kombucha y mermeladas. En supermercados locales, se venden entre 9 y 10 dólares neozelandeses el kilo (unos USD 5-6).

Más que una fruta: un ritual colectivo

Hay algo ceremonial en la forma en que los neozelandeses experimentan la temporada de la feijoa. No solo se comen frescas: se hornean en tortas, se adicionan a postres, se congelan para disfrutar después o incluso se destilan en licores. Lo verdaderamente destacable es cómo el fruto se entrelaza con la vida comunitaria del país.

“Nos da una excusa para hablar con nuestros vecinos”, dice Evans. “El kiwi es un símbolo de exportación. Pero no lo amamos como amamos a la feijoa.”

La nostalgia como motor cultural

Así como el panettone en Italia o el turrón en España evocan la Navidad, la feijoa activa recuerdos sensoriales de la infancia neozelandesa. Aquellos que crecieron haciendo fila frente a casas con puñados de la fruta en mano, o compartiéndola en el recreo escolar, lo recuerdan como un signo de identidad local.

En ciudades como Auckland o Christchurch, incluso se organizan ferias anuales de productos a base de feijoa. Hay concursos de cocina, degustaciones y hasta competencias de recolección. Sin embargo, toda esta cultura gira en torno al hecho de que la fruta es altamente estacional e inestable. Eso la hace aún más apreciada: su fugacidad la convierte en un tesoro anual.

Un amor agridulce

No debe extrañar que se generen debates cada vez que alguien propone comercializar más agresivamente la feijoa. Algunos afirman que sería una buena oportunidad económica. Otros, entre ellos Evans, piensan que eso podría destruir el “anarquismo afectivo” que rodea al fruto:

“Parte del encanto es que no es una industria masiva. No está controlada por corporaciones. Hay una belleza en su abundancia no monetizada.”

También es percibida como una herramienta de resistencia frente al consumismo. En tiempos de inflación y crisis ambiental, el acto de compartir o regalar feijoas puede ser visto como una manifestación de valores comunitarios por encima del valor de mercado.

Más allá de la fruta: lecciones desde Nueva Zelanda

La historia de la feijoa tiene ecos más allá del gusto personal. Nos habla del arraigo, de la adaptación de especies extranjeras en nuevos ecosistemas, del amor colectivo por un símbolo no exportable, y de cómo las tradiciones pueden nacer de lo cotidiano.

En un mundo hiperconectado y globalizado, la feijoa es una paradoja deliciosa: un emblema nacional que no se vende al mundo, pero que da sentido de pertenencia a quienes lo conocen. Porque no todos los patrimonios se venden en tarros o se ven en museos; algunos se encuentran bajo un árbol en una calle cualquiera de Wellington.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press