El alma del desierto: la cosecha sagrada del saguaro en la Nación Tohono O'odham

Entre la espiritualidad ancestral y el cristianismo heredado, las familias Tohono O’odham celebran su Año Nuevo con la recolección del fruto del cacto saguaro, símbolo profundo de identidad, resistencia y conexión con la tierra

En lo profundo del desierto de Sonora, donde el sol arde sobre la arena y la vida florece entre espinas, existe una tradición milenaria que ha resistido el paso del tiempo, las fronteras y la opresión colonial: la cosecha del fruto del saguaro, o “bahidaj”, llevada a cabo por la Nación Tohono O’odham.

El renacer de una tradición sagrada

En los meses más calurosos del año, cuando la tierra parece arder bajo el peso del sol y cada sombra es un refugio, las familias Tohono O’odham comienzan con fervor la preparación para uno de los rituales más importantes de su calendario espiritual: la cosecha del saguaro. Este majestuoso cactus emblemático del suroeste estadounidense y del estado mexicano de Sonora es más que una fuente de alimento: es un ancestro, un maestro, un emblema del equilibrio entre naturaleza y espíritu.

Ha:sañ”, como se le conoce en su lengua, ocupa un lugar central en la cosmovisión de esta nación originaria, que habita desde hace milenios estas tierras fronterizas. Para ellos, recoger su fruta no es simplemente una tarea agrícola: es un acto sagrado.

Simbiosis entre fe católica y espiritualidad nativa

Durante el Día de San Juan Bautista, celebrado el 24 de junio, la familia extendida de Maria Francisco, junto con varios amigos y vecinos, asiste a una Misa matutina en su campamento, ubicado dentro del Parque Nacional Saguaro, cerca de Tucson, Arizona. Allí, bajo una ramada hecha con costillas de saguaro y decorada con flores de papel, se celebra una liturgia donde las tradiciones católicas y nativas se entrelazan en perfecta armonía. El altar improvisado, con mantel blanco y dorado, sostiene una estatua de San Juan, fotos de antepasados y ramas de salvia ardiendo como incienso tradicional.

“Cuando eres criado como católico y también como O’odham, ambas creencias viven en tu hogar y en tu familia”, explica Francisco. Este sincretismo se remonta a finales del siglo XVII, cuando el jesuita italiano Eusebio Kino llegó a estas tierras para evangelizar a las tribus del desierto. Aunque la historia del cristianismo en comunidades indígenas está marcada por episodios de dominación y violencia, muchos O’odham lograron adaptar esa fe a sus prácticas espirituales sin perder su esencia ancestral.

“Esta es la consecuencia viva de intentar hacer el catolicismo por cuenta propia”, señala Seth Schermerhorn, profesor del Hamilton College y estudioso de la religión indígena cristianizada.

El arte ancestral de la cosecha del bahidaj

Desde principios de junio, los O’odham vigilan atentas las flores y brotes del saguaro para identificar cuándo la fruta estará lista. Usan varas llamadas kuipad, fabricadas con costillas secas del mismo cactus, que alcanzan aproximadamente tres metros. Estos instrumentos se emplean para desprender los frutos de lo alto del cactus, donde normalmente crecen tras años de maduración (un saguaro no da frutos antes de los 30 años y puede vivir hasta 200).

La cosecha se realiza en pareja: uno alcanza la fruta y el otro la recibe en un balde. Es un proceso físico y espiritual que puede durar semanas bajo temperaturas que superan fácilmente los 38 ºC (100 ºF). Cada fruto se abre con la flor seca del mismo cactus, revelando una pulpa tan colorida como una sandía madurada. Se deben dejar restos del fruto en el mismo lugar como gesto simbólico que alimenta a la fauna desértica.

Cosechar es recordar

Para la familia de Tanisha Tucker Lohse y Maria Francisco, la cosecha no es solo una tarea: es un acto de memoria histórica y tributo. Ambas son descendientes de “Grandma Juana”, o Juanita Ahil, quien en los años 60 luchó por garantizar que la familia pudiera seguir accediendo al campamento dentro del parque nacional. Su hija, Stella Tucker, continuó la tradición hasta su fallecimiento, y ahora las primas llevan sobre sus hombros ese legado.

“Estoy asumiendo una gran responsabilidad”, dice Tucker Lohse, quien involucra a su hija pequeña en la actividad. “Mi mamá sabe que seguimos aquí”.

Del fruto al vino del Año Nuevo

Tras la recolección, la fruta se procesa con dedicación. Se hierve durante una hora para separar la pulpa de las semillas. Estas últimas se secan al sol y se utilizan posteriormente para preparar jaleas. La pulpa cocida se reduce a jarabe, que deja un aroma dulce similar al caramelo y se convierte en la base para uno de los elementos ceremoniales más importantes: el náwait I’i, el vino de Año Nuevo.

Mezclado con agua y fermentado, este vino se bebe durante una ceremonia de varios días donde se reza al Creador para que continúen las lluvias del monzón necesarias para plantar calabazas, frijoles y maíz.

El precio de la modernidad

Como sucede con muchas comunidades indígenas de Norteamérica, el desarraigo, la migración a las ciudades y la pérdida de idioma y territorio han generado una crisis sanitaria, cultural y espiritual. La pérdida de conexión con sus prácticas tradicionales está relacionada con altas tasas de diabetes, alcoholismo y enfermedades crónicas.

“Vi cómo nuestros ancianos empezaron a morir lentamente y nadie continuó sus prácticas”, lamenta Tucker Lohse.

Es por eso que figuras como Helen Ramon, conocida como “Grandma Helen”, insisten en la necesidad de enseñar estas tradiciones a los jóvenes: “No deben olvidarse de nuestras maneras de ser Nativos”, destaca con firmeza.

Entre espinas y esperanza: un futuro enraizado en el pasado

El renacimiento de estas prácticas se está apoyando en esfuerzos comunitarios para reconectar con los cultivos tradicionales. Uno de los más notables es el de la granja San Xavier Co-op Farm, dirigida por miembros de la Nación Tohono O’odham, que busca recuperar cultivos ancestrales en las afueras de Tucson.

“Con cada actividad, transmitimos enseñanzas”, dice Silas Garcia, compañero de Francisco, mientras prepara fuego con madera de mezquite para espesar la miel de saguaro.

Como reitera Francine Larson Segundo, recolectora tan dedicada como las anteriores: “El saguaro es gente, es nuestra gente, y cuando ya no estemos, otro ocupará nuestro lugar. Por eso debemos enseñar todo lo que podamos a los que vienen detrás”.

En estos tiempos donde todo parece acelerado y desconectado de la tierra, el ejemplo de los Tohono O’odham —que cada verano regresan al desierto para saludar al sol, hablar con los espíritus y respetar la vida en todas sus formas— es una lección viva de lo que significa resistir siendo uno mismo.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press